
Ángela Boix es Ángela, la viajante. No sabemos mucho de ella, más allá de que acompaña a su madre en una enfermedad complicada y de que trabaja como fotógrafa en un parque de atracciones. Sus estados de ánimo y sus motivaciones están envueltas en sombras tan fascinantes como perturbadoras. Lo que sí captamos, de alguna forma, es que se trata de un personaje inadaptado, que anda buscando refugio en las emociones de un mundo de cartón piedra.
Estamos asistiendo al primer capítulo de la historia, una suerte de prólogo a la road movie que se avecina. Cada plano añade una nueva pincelada al retrato de una ciudad de atmósfera distópica: un entramado de tuberías y escaleras de incendio, plazas de parking vacías, luces nocturnas que salpican la fachada de un edificio…
Son, también, los primeros retazos de un sueño. Más adelante, cuando terminen los créditos y abandonemos la sala de cine y caminemos un buen rato mirando al suelo, intentaremos recomponer el orden de las cosas. El trasiego de la vida cotidiana disolverá estos pensamientos poco después, pero algunas sensaciones quedarán resonando. De vez en cuando aparecerán, como ventanas emergentes del cerebro, sus imágenes: unas manos que escarban la tierra del desierto, un trago de una bebida que no sabemos qué es, o un baile extático entre desconocidos y luces de discoteca.
“Voy al Norte”
Como ocurre con los sueños que te acompañan durante todo el día siguiente, la ópera prima de Miguel Mejías te obliga a hacer repaso de sus interrogantes. De nuevo, apenas tenemos información sobre el viaje de Ángela. Sabemos el punto cardinal al que se dirige, pero el resto de coordenadas son omitidas. Y aunque el público canario pueda reconocer ciertos parajes, no hay topónimos ni referencias geográficas explícitas: podría ser cualquier parte y es, por eso mismo, ninguna parte.

Si bien el marco temporal en el que se sitúa La Viajante también es bastante ambiguo, el universo artístico de la película revela una debilidad por lo clásico, por lo añejo. El Ford Taunus o el vestuario de los protagonistas tiñen la historia de nostalgia. Las atracciones del parque o ciertos temas de la banda sonora ponen el contrapunto contemporáneo. El deseo imposible de capturar el momento, o de regresar a un tiempo anterior, un tiempo de infancia, se materializa en las imágenes analógicas y deterioradas de Súper 8.
Un nuevo fogonazo onírico nos asalta: Ángela, con la cámara en la mano, dirigiéndose hacia un bosque cubierto por una espesa niebla, como si quisiera perderse en la nada misma. Quizás ella tampoco sepa el propósito de la búsqueda que ha emprendido, y quizás es ese vacío lo que abraza conduciendo por una carretera infinita.
En La Viajante la eternidad está en el rumor de un insecto
Con elementos mínimos y sutiles, La Viajantee se pregunta sobre temas como la vida, la muerte o la soledad. El estudio de los insectos, con el que Ángela se obsesiona, aparece en su dimensión más mítica y romántica. La protagonista juega a una extraña relación de poder con las diminutas criaturas, tal vez intentando “percibir la eternidad en el rumor de un insecto”, como sugiere el personaje de Miquel (Miquel Insua) recitando a Paul Éluard.
El estilo sólido y depurado de la puesta en escena permite entrar fácilmente en el viaje que propone Mejías. La cámara se mueve con una cadencia lenta, suave y envolvente, tan espectral como los gestos de Ángela o la luz que fotografía Pablo G. Gallego. Los personajes son herméticos, melancólicos y atormentados, pero forman parte del trance en el que todos -espectadores incluidos- estamos meditando. El misterio insondable teje una especie de complicidad colectiva, de la misma manera que el traqueteo constante del motor llena el silencio entre Ángela y Miquel.
Volvemos a los sueños. ¿Hasta qué punto podemos interpretarlos e identificar sus símbolos? Podríamos seguir buscando sus sentidos, pero no de la misma forma en que lo haríamos dormidos. Los versos surrealistas de Éluard nos hablan a nuestro inconsciente, y el escarabajo de la película se retuerce panza arriba en un tiempo y espacio propios. Todo transcurre en una dimensión única que nos es, al mismo tiempo, extrañamente familiar. Quizás sea porque La Viajante comparte el tiempo y el espacio de todos los filmes que le antecedieron y que hemos interiorizado, y lo que la película quiere contarnos sólo puede entenderse con su mismo lenguaje: el de las imágenes, los sonidos y nada más.