No es fácil entrevistar a Elsa López (Guinea Ecuatorial, 1943), en parte, por las muchas vueltas que dan su vida y su literatura. Es inevitable querer pararse a preguntar en cada recodo del camino que va desde su primer libro de poesía, El viento y las adelfas (1973), hasta el último, Viaje a la nada (2016), pasando por su narrativa, sus estudios de antropología o sus guiones cinematográficos.
Pero también cuesta entrevistar a Elsa por el poder de su palabra. Uno olvida el esquema que traía estudiado de casa cuando empieza a escucharla. La voz de la escritora llega impregnada de emoción, de ese embrujo palmero que te va meciendo entre cuentos, anécdotas y reflexiones hasta atraparte en su universo de lo real maravilloso.
¿Recuerdas en qué momento supiste que querías ser escritora?
Es curioso, realmente no lo sé. Quizás fue de niña, cuando leía tanto. O cuando veía leer a mi madre, la veía tan interesada leyendo aquellos libros que llegaban a África, que me dije: “pues esto debe de ser algo importante”. Yo escribía cuentos y los ilustraba, pero realmente mis orígenes están en Carmen García del Diestro, mi profesora de literatura. Con catorce años yo era un desastre en todo: me suspendían en química, en matemáticas, en dibujo… No tenía ninguna capacidad para lo que llamamos los números. Y un día esta profesora dijo: “he leído una redacción que me ha parecido preciosa. Es de Elsa”. Entonces me mandó a poner de pie y que la leyera. Aquel día, de repente, sentí de nuevo que se me valoraba como persona, que la escritura me daba un valor. Entonces seguí escribiendo con ilusión, y en literatura siempre sobresalía. En la universidad me negué a hacer farmacia, que era lo que mis padres querían, porque me sentía incapaz, y dije: “no, yo quiero hacer literatura”.
Pero cuando me fui a matricular en literatura, el chico que me gustaba (que no me hacía caso, pero a mí me gustaba) estaba haciendo la cola para matricularse y yo le pregunté: ”¿qué vas a hacer?”, y me dijo: “filosofía”, y dije: “ah, pues yo también”. Entonces me cambié de fila, rellené papeles nuevos y me matriculé en filosofía. Hice filosofía pura. De lo cual me alegro, porque me desvío un poco de la literatura y pude estudiar algo maravilloso que me llevó luego a pensar.
O sea que no puedo hablar de vocación. Yo no tuve vocación de escritora ni se me ocurre pensarlo. Simplemente me gustaba escribir. Incluso hice mis pinitos por esa época. Me fui a Madrid con doce años, así que con dieciocho ya llevaba fuera de La Palma mucho tiempo, y mi memoria estaba en la isla. Escribía de mi abuela, de mi infancia, de la cuesta donde había vivido y jugado… y esos poemas los iba guardando.
Aquel día, de repente, sentí de nuevo que se me valoraba como persona, que la escritura me daba un valor
Recuerdo que con catorce años me gustaba un chico de mi clase y le escribí un poema que nunca le di. Hace poco, cuando cumplí 75 años, mis compañeros de clase me hicieron una fiesta y una comida, y allí estaba este chico. Que, claro, era un viejo, como yo. Durante la comida (no sé por qué salió en la conversación) le dije: “pues qué pena, porque yo te escribí un poema pero no te lo di”. Y él me dijo: “pues qué pena, porque tú a mí también me gustabas”. Entonces ahora, cuando voy por los institutos hablando con los chavales sobre lo que es la literatura y la magia de la escritura, les cuento esta historia y les digo que hay que ser valientes, que hay que expresarse, o bien con la palabra o bien con la escritura. No entiendo por qué no se educa más a los niños en la magia de la escritura. Claro que hay que aprender a hablar y a expresarse, pero es verdad que si escribes luego queda una satisfacción.
Cuando yo era pequeña había diarios. Con llave y todo. Tú cerrabas el diario y aquello era un secreto (que leía todo el mundo, tu madre, tu abuela, tus tía, aunque tú te creyeras que no). Y el diario era una fórmula ideal, como confesarse para los cristianos. Tú escribías tu diario y contabas tus pensamientos, tu vida…
Por eso, cuando me preguntan por qué soy escritora, pienso que es porque tengo la necesidad, que he tenido siempre, de comunicarme. A mí me gusta comunicarme con la gente. De hecho estoy aprendiendo la lengua de signos, porque solo me falta hablar con las personas sordas. Cualquier camino es bueno para entendernos.
¿Qué importancia tuvo tu propia infancia a la hora de escribir El corazón de los pájaros?
La novela es un intento de biografía de mi vida (de mi vida hasta ese momento, porque luego ha tenido otros vericuetos). En aquel momento pensé que así mis tataranietos podrían saber qué pasó con esa mujer que nació en un sitio, se fue a otro, luego a otro, que fue desgajada completamente de todos los lugares, de la familia… y que aprendió a sobrevivir.
Pero cometí un error, que fue no hacerla completamente biográfica. Cambié los nombres de los personajes, de mis abuelos, de la persona por la que yo había renunciado a muchas cosas, que era un alumno del que yo me había enamorado…. No sé por qué no lo hice. Quizás no tuve el valor suficiente, o simplemente por pudor pensé: “qué absurdo, quién soy yo para contar mi vida”. Pero ahora me he arrepentido; tenía que haberlo escrito. De hecho estoy escribiendo un libro de verdad sobre mi madre, y a partir de mi madre estoy construyendo una serie de personajes, como mi padre. Su historia en África es preciosa. Cómo conquistó, como botánico, la isla de Santa Isabel, hoy Bioko. Cómo recorrió aquella isla por todas partes y escribió una especie de diario. Yo he recuperado sus cartas, sus diarios y estoy novelando de verdad la historia con los nombres verdaderos de esa familia mía tan extraña, empezando por mi bisabuelo que era editor (que yo me enteré después de ser editora que de ahí me venía mi cosa) y que se fue a Granada desde Francia.
Parte de mi familia paterna procede de Francia. Una familia llena de pintores, músicos, editores, científicos… Y luego la familia de mi madre es todo lo opuesto: una familia de campesinos de un sitio maravilloso como es el norte de La Palma, Garafía, de donde yo he recuperado mis raíces. Porque lo que sí he descubierto con los años es que mis raíces son más de Canarias que de Francia o de Granada. Me identifico más con mis raíces maternas, con un abuelo extraño que se va a Cuba de joven, muy joven. Que vuelve con oro, que se compra una finca… y aquel hombre fue capaz de dar estudios a sus hijas. Eso me parece increíble. Aquel hombre salido de Garafía, hecho a sí mismo, luchando por conseguir el futuro, que se casa y encierra a su mujer en el campo y le pone un traje negro de lunares, de repente le da a sus hijas estudios. Y no cualquier cosa: una es maestra, la otra fue química y mi madre estudió semítica en Granada. Admiro a ese hombre. Por una parte era el típico patriarca dominante, cerrado… pero por otra tan increíblemente generoso y progresista al liberar a sus hijas, como si en el inconsciente quisiera hacer de ellas mujeres del futuro.
Lo que sí he descubierto con los años es que mis raíces son más de Canarias que de Francia o de Granada
Mi abuela fue la que me dio amor y cariño toda la vida, y luego tuve educación por mi madre. Mi madre me dio el criterio, la educación, las ganas de luchar, la fortaleza. No porque me enseñara, sino porque la veía y quería ser como ella. Entonces, en El corazón de los pájaros, hablo de ella, de mis tías, de mi infancia en África. Hay dos libros, uno es la historia de Valeria y el muchacho joven del que se enamora, y el otro es el soliloquio de una niña que recuerda su infancia en África y en La Palma. Ahí me equivoqué, tenía que haber escrito dos novelas distintas. O ninguna. Pero bueno, yo quiero mucho a ese libro, ¿eh?
En Inevitable océano hablas de pérdidas, de ausencias…
Cada libro en mi vida es biografía. Si coges mis libros y los pones en una secuencia, te vas dando cuenta de por dónde he estado, por dónde he viajado, a quiénes he amado, a quiénes he odiado, a quiénes he perdido, a quiénes he recuperado.
Inevitable océano, que es del año ’82, significó un momento muy doloroso en mi vida, y de alguna manera vomité para afuera todo aquello. Es un libro donde se ve cómo hablo de amor y cómo pierdo el amor, o cómo creo que lo he perdido y luego lo recupero. Cómo ese amor me lleva a esperar un hijo deseado, cómo pierdo ese hijo, cómo desaparece. Hablo de la muerte del hijo, aunque realmente ya había perdido a otra niña en un hospital de Madrid, que desapareció como tantos otros niños en ese hospital. Es una historia terrible de muchas madres que fuimos asistidas en el parto por un médico, el doctor Eduardo Vela. De alguna manera, ese hombre creía, dentro de su criterio moral, que había niños que no debían quedarse con sus madres, y los entregaba a otras familias… Todavía no está demostrado que los vendiera o no, pero sí había transacciones económicas.
Pero lo importante no es eso, sino que a esa niña me la arrebataron. En el libro hablo de la muerte, de esa niña fría, de esa cuna vacía. Para mí es lo mismo que la muerte, porque nunca la he recuperado. Esa desaparición en mi vida supuso un antes y un después en los afectos, en los sentimientos, incluso en el amor. Yo que había escrito tanto del amor, me di cuenta de que, en mi caso, el amor estaba enlazado con algo tan importante como la maternidad. Los hijos los he tenido siempre a consecuencia de amar, y cuando los miro pienso en las personas que amé y gracias a las cuales tengo a esos hijos.
Pero el título del libro es Inevitable océano, es decir: no puedo evitar, como siempre, recordar el océano, recordar La Palma. Si yo fuera crítica y hablara de mí, diría que mis focos principales son el amor y la pérdida. La pérdida de la isla, la pérdida de la infancia, la pérdida de los seres que he amado.
¿Cómo conviven tus distintas facetas profesionales en tu libro Las brujas de la isla del viento?
En este libro entramos ya en el terreno de mi profesión. Aunque hice filosofía, a mí me interesaba más la antropología, lo que pasa es que no existía como carrera. Había sociología, política… pero a mí la política me interesaba como persona activa que lucha y no para teorizar. Entonces me pongo a estudiar por mi cuenta: voy al museo de antropología de Madrid, ingreso en un grupo de gente que está trabajando allí y me pongo en contacto con el consejo de investigación científica, en el que resulta que hay un palmero: José Pérez Vidal, un señor maravilloso, un ilustre investigador, un etnógrafo muy importante para Canarias y para España. Él me pone en contacto con Caro Baroja y Lisón Tolosana, que están estudiando la brujería en el País Vasco y en Galicia. Cuando ellos se enteran de que estoy investigando ese tema en Canarias, formamos un pequeño equipo donde intercambiamos opiniones sobre brujas, etc.
Entonces decido hacer mi tesis doctoral de antropología, y me la dirige Ubaldo Martínez Veiga. Ahí empiezo la investigación más seria. Me centro en Garafía, empiezo a investigar lo que esa comunidad piensa, qué religión practica… Empecé por la medicina popular, porque en Garafía me daban muchas recetas para curar el dolor de estómago, el dolor de cabeza, el airón… todas esas enfermedades típicas de antes. Primero escribí una tesina sobre supersticiones. Luego, en mi tesis doctoral, comienzo a reunir material sobre brujas y eso ya empieza a comerme y a intrigarme. Leo muchos trabajos de investigadores de otros países, de América del sur y otros sitios. La tesis era un rollo, como todas las tesis, con datos, citas, lecturas. Un rollo enorme.
Decidí escribir un libro donde se contara la historia de esas mujeres. Había recogido muchísimas historias, pero hubo 6 ó 7 que me impactó conocerlas. Entonces escribo un libro de ficción, que no es tal ficción porque los personajes son reales: cómo son, lo que piensan, qué clase de brujería practican. Lo que no es verdad es la vida que yo les doy en un hospital. Hago un juego: creo el personaje de un médico que soy yo, que habla y piensa como yo, y que da explicación a todos los fenómenos que ocurren en ese hospital.
Me divertí mucho escribiendo la novela, y me ha dado muchas satisfacciones, porque la han usado en clubs de lectura y en algún instituto y me llaman y yo voy a contarles las historias de todas esas brujas. Me divierte todavía creer en ello. Creo en muchas cosas populares. He convivido con gente tan maravillosa: yerbateras, curanderas… He visto cómo trabajan, cómo te curan, cómo creen que te curan, cómo crees que te curan y te curan. Me he sometido a curaciones que ahora me daría risa hasta pensarlas. Sé que no lo debo decir, que no es políticamente correcto, pero existen. Haberlas haylas. Las hay buenas y las hay malas. Las he visto hacer mal de ojo y las he visto curarlo. ¿Por qué? ¿Es verdad? ¿Es mentira? No me importa. Es verdad porque yo lo he visto. Y es mentira porque eso es imposible. Yo sé que no vuelan, pero cuando una de ellas, una viejecita maravillosa, me contaba cómo volaba y qué hacía para volar, y cómo tenía la escoba detrás de la puerta, yo la veía tan convencida…
¿Es verdad? ¿Es mentira? No me importa. Es verdad porque yo lo he visto. Y es mentira porque eso es imposible.
Una noche me quedé a dormir en la casa de dos viejitas. Eran yerbateras (porque ellas distinguen curanderas, yerbateras y brujas). Me quedé a dormir porque se me hizo de noche y no quería conducir de noche. Entonces me dijeron: “mire, si oye ruido por la noche no se asuste, es que a veces vienen a la casa y nos asustan, tiran las cosas al suelo y hacen ruido”. Pasé una noche… Lo oía todo: cómo los cacharros en la cocina se cambiaban de sitio, las pisadas que iban y venían en el techo… Al día siguiente, no podía con la curiosidad. Era una casita terrera, y en la azotea vi que había un montón de millo puesto a secar. Probablemente había habido viento por la noche y había movido aquello. Esa fue mi parte racional. Pero lo de la cocina es verdad que se caían los cacharros, ¡lo juro! [risas]. Confieso que me gusta creerlo, porque les cogí tanto cariño a las mujeres que conocí… Eran muy generosas. Querían curarte, ayudarte, me aconsejaron cosas… ¿Por qué no creerlas? Si hay otras cosas que suceden, fuerzas mentales poderosísimas que abren puertas y te hacen volar, o drogas con las que vuelas…
Es una novela que podría ser historia algún día, porque recoge un material fundamental de cosas que han sucedido aquí en Canarias. Unas brujas maravillosas de La Palma. Y pobrecitas las brujas de Fuerteventura. Me contaron que eran buenas, que ayudaban a parir a las parturientas y que iban de casa en casa por la noche protegiendo a las mujeres… Pero un señor viejecito de Fuerteventura me dijo que se fueron cuando pusieron los cables de la luz. Ya no podían volar. La Palma tiene una estructura geográfica maravillosa porque pueden volar y deslizarse por Fuencaliente para abajo, por Garafía, por los montes, por los pinos, por la lava. Pero es que Fuerteventura es muy plana. No me digan que no es maravilloso y poético cómo la luz eléctrica acabó con ellas. Yo veía a esas brujas trabándose en los cables… [risas] Debería hacerse una historia de todo esto. Una vez escribí trece guiones para la televisión, se llamaba Canarias Mágica. Nunca se rodaron, me imagino que eran muy caros. Es una pena porque ahí está Canarias, su parte mágica, San Borondón, todos aquellos seres mitológicos de la historia antigua de Canarias, aquellos habitantes antiguos de las islas, historias de príncipes y de héroes. Es maravilloso, debería escribirse algo sobre todo esto.
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