¿De qué hablamos cuando hablamos de turistificación?
El turismo es uno de los sectores de actividad económica más relevantes del mundo, suponiendo cada año el movimiento de centenares de millones de personas a lo largo del planeta. Canarias es uno de los mercados turísticos mundiales más importantes, un sector que sigue siendo el principal de su economía desde hace ya cinco décadas.
La industria turística, la especulación inmobiliaria y el aumento del número de habitantes que se deriva de dicha transformación económica, así como los procesos de gentrificación más recientes en el archipiélago, han transformado radicalmente la fisonomía de las islas. Este proceso ha venido acompañado de problemas ambientales, sociales y de conflictividad laboral, que han ido en aumento en los últimos años por la aparición de las plataformas digitales y de fenómenos como el de la vivienda vacacional, entre otros.
Este artículo pretende servir de marco de análisis sobre dichos cambios, que permita a los movimientos sociales pensar posibles alternativas y resistencias con criterios de justicia social y ambiental.
Turistificación: un poco de historia
El turismo como fenómeno antropológico, económico, social y cultural aparece en el siglo XIX, siendo inicialmente un producto dirigido a la aristocracia y la alta burguesía occidental. Este tipo de turismo ya estuvo presente en Canarias en lugares como Puerto de La Cruz o Las Palmas de Gran Canaria. Pero es en la segunda mitad del siglo XX cuando el turismo se generaliza como producto de masas – igual que tantos otros productos del capitalismo fordista que son consumidos ahora no sólo por las élites sino también por la clase trabajadora-.
Lo permiten varios factores como el abaratamiento de los combustibles fósiles y el desarrollo de la aviación, así como el aumento del poder adquisitivo de las clases medias y trabajadoras en Europa y otras conquistas obreras como el derecho a las vacaciones pagadas, la separación industrial entre tiempo de ocio y tiempo de trabajo o la aparición del ocio como industria de consumo.
En Canarias se produjo una transición de una economía agraria a una economía terciarizada precisamente en esta década. Podemos hablar de “monocultivo turístico” en Canarias porque sigue los mismos patrones que monocultivos agrícolas anteriores como fueron el plátano, el tomate, la caña de azúcar, la vid o la cochinilla: un modelo controlado por grandes “latifundistas” o empresas, cuyo principal mercado es el extranjero, controlado desde el exterior, con una fiscalidad baja, e intensivo en mano de obra de baja cualificación.
Canarias es principalmente y durante décadas un destino de sol y playa como lo han sido también Baleares, la Costa del Sol o el Levante español, así como otras regiones del Mediterráneo. El modelo, mayoritariamente liderado por cadenas hoteleras baleares y catalanas – con la excepción de Lopesan-, que investigadores de estas regiones han dado en llamar “búnker playa-sol”, se caracteriza por circunscribirse a determinadas áreas donde se concentran los visitantes casi al margen de la población de las islas.

Dicho modelo es exportado por estas mismas cadenas hoteleras a otras regiones de Latinoamérica y el norte de África. La oferta y demanda turísticas son organizadas, no obstante, por grandes touroperadores europeos. Al calor del surgimiento de la industria se generaron también, aunque en menor medida, otras promociones de apartamentos por parte de pequeños propietarios y pequeños negocios de capital más local, lo que posibilitó cierto crecimiento económico más endógeno. El paso de una sociedad agraria a otra terciarizada supone ya entonces un crecimiento poblacional importante, cierta litoralización de la población, el crecimiento de barrios dormitorio y la atracción de inmigrantes, principalmente de la península.
Los factores que permiten el desarrollo del sector turístico en Canarias son sobre todo sus características climáticas, su extenso litoral, el territorio y el paisaje. La estabilidad del clima plantea una diferencia importante con otros destinos, también saturados, pues aumenta la presión sobre el territorio del número de visitantes durante todo el año, al incluir la temporada alta del invierno.

Canarias junto a otros destinos de la península y el Mediterráneo es “la piscina de Europa”, donde los menores costes laborales, los precios bajos, la relativa cercanía y la seguridad hacen que nos encontremos en el pódium de los destinos turísticos mundiales. El Estado español es visitado anualmente por más de setenta millones de visitantes extranjeros, por encima de un país de la extensión de EEUU, y sólo superado por Francia. Esos pequeños puntos en el mapa que conforman Canarias, con alrededor de dieciséis millones de turistas, reciben tantas visitas como países enteros, también potencias turísticas, como Croacia o Indonesia, casi el doble que Australia y tanto como Brasil, Uruguay y Argentina juntos. Si fuéramos un país independiente estaríamos entre los veinte más visitados del mundo.
La “industria sin chimeneas” que constituye el turismo ha generado en Canarias (y en muchos otros lugares del mundo) grandes impactos ambientales como son la destrucción de los ecosistemas costeros por su necesidad de espacio físico, la desaparición de arenales por la presión urbanística y la demanda de arena para la construcción, la sobredimensión de las infraestructuras, la destrucción o cosificación de formas de vida y expresiones culturales, la presión sobre los recursos hídricos, el aumento de la demanda energética, las emisiones de carbono y un largo etcétera. A esto había que sumarle los abusos laborales de un destino que puede ser competitivo también gracias a sus sueldos bajos, y a un modelo fiscal que socializa las pérdidas ambientales a la vez que privatiza los beneficios, que redundan poco en servicios y prestaciones públicas de calidad.
Este proceso no ha estado exento de conflictividad social desde sus orígenes. El surgimiento de los movimientos ecologistas es muy temprano en Canarias, con un perfil identitario muy fuerte, vinculado a la defensa de zonas del litoral de la depredación del binomio turismo-construcción. Los inicios del turismo también están atravesados por importantes huelgas y conflictividad laboral, luchas que dan lugar a considerables mejoras en las condiciones de trabajo y la capacidad adquisitiva de la clase obrera local en la década de los ochenta.
El sector turístico canario ha pasado por diferentes crisis y etapas, si bien principalmente en la última década se ha dado un cambio en relación con el modelo de “búnker playa-sol”, que sigue siendo dominante, circunscrito sobre todo a determinadas zonas de las islas capitalinas y orientales. El turismo traspasa ahora las fronteras de los núcleos turísticos tradicionales del litoral de los sures de las islas para colonizar también las ciudades y los pueblos del interior y del norte. Este cambio ha sido posible gracias a transformaciones tecnológicas que han permitido, por ejemplo, el surgimiento de la economía de plataformas, mal llamada en su origen “economía colaborativa”, como el Airbnb, que pone en contacto directamente al propietario de una vivienda e incluso de una habitación con los visitantes. Es posible también generar tu propio paquete vacacional al margen de los productos clásicos de los touroperadores o las agencias comprando directamente los vuelos y otros servicios a las compañías aéreas por internet.

Pero esto que en un inicio vivimos como la posibilidad de que el ciudadano pudiera obtener una renta directa de la actividad turística al margen de las grandes empresas se ha acabado convirtiendo en un problema social – también de convivencia-, pues transforma la vivienda como residencia en un producto de la industria turística. Así, detrae vivienda del mercado del alquiler, haciendo menguar la oferta y aumentando los precios. Pero además, la rentabilidad del turismo aumenta las oportunidades de beneficio en la construcción de edificios para este fin, lo que termina por encarecer también la vivienda.
Todo esto sin que deje de fortalecerse el oligopolio de las grandes cadenas hoteleras, que participan igualmente de este modelo, los grandes inversores y los fondos buitre, y generando una brecha todavía mayor entre aquellos que tienen una o más propiedades y los que no tienen ninguna, que, como analiza el periodista Jorge Dioni López en “El Malestar de Las Ciudades”, se han convertido en los nuevos “Sin Tierra” del siglo XXI. Si bien las normativas locales, que pueden ir de más a menos restrictivas, imponen condiciones en cada municipio que regulan y limitan la proliferación de pisos turísticos, en Canarias esto no ha sido óbice para que se abrieran en 2022 una media de 10 pisos turísticos cada día, 3.883 en el conjunto del año.
Turistificación, gentrificación y el modelo económico de la especulación inmobiliaria
No obstante, a la hora de explicar el problema de la vivienda en Canarias debemos distinguir varios conceptos distintos que se influyen mutuamente. Por un lado, la turistificación, también conocida como “síndrome de Venecia”, que se refiere a las consecuencias que para los vecinos y vecinas de un barrio o ciudad genera el excesivo número de turistas, así como que los servicios, comercios y equipamientos del lugar se piensen y planifiquen para los visitantes y no para sus habitantes. Nos referimos a la masificación turística de localidades que no revierte en la población local, empeorando su calidad de vida o provocando incluso su expulsión. Este fenómeno se da en multitud de destinos turísticos (Barcelona, Venecia, Lisboa…) como constantemente recogen los medios de comunicación. Este verano de calor extremo en el planeta ha ido acompañado paradójicamente de cifras récord en desplazamientos y ocupación en la mayor parte de los destinos, lo que se aborda de manera sensacionalista acusando de “turismofobia” a los residentes que expresan su preocupación y hartazgo.
Por otra parte, está el fenómeno de la gentrificación, consistente en un proceso de renovación y reconstrucción urbana que provoca un desplazamiento de los habitantes más pobres que son sustituidos por personas de mayor poder adquisitivo. Es un fenómeno habitual en muchas ciudades del mundo, aunque aquí podríamos empezar a hablar ya no de “ciudad gentrificada” sino de “islas gentrificadas”. Este proceso no puede entenderse sin obviar su escala internacional, pues esa “clase alta” que sustituye a la población oriunda no es necesariamente de la misma ciudad sino que proviene de diferentes lugares gracias a la movilidad laboral, el abaratamiento del transporte aéreo y la mejora de las comunicaciones. En Gran Canaria, por ejemplo, es un fenómeno visible en determinados barrios de su capital, como Guanarteme o La Isleta, que ya se está extendiendo por la costa norte y noroeste de la isla. El barrio, de clase popular, deteriorado y muchas veces abandonado por la propia administración, bien situado en el centro de la ciudad o al lado de la playa, se convierte en “cool” y comienza a ser atractivo, primero, para población de mayor nivel educativo y capital cultural. Su presencia pone al barrio de moda, suben los precios, y empieza a ser ocupado por población con más capacidad económica. El barrio se mercantiliza, y el valor de cambio de la vivienda como producto financiero especulativo desplaza a su valor de uso como derecho social. Muchos vecinos propietarios venden a precios caros y obtienen beneficios, mientras que otros son presionados para hacerlo por fondos buitre y grandes empresas cuyo negocio especulativo es amparado por los propios planes generales que aumentan la edificabilidad, priorizándola frente a otros equipamientos y espacios públicos. Los primeros en irse son siempre los inquilinos de rentas más bajas.

La tecnología y la economía de plataforma han favorecido también la aparición de otros fenómenos vinculados, como el de los nómadas digitales, trabajadores remotos que se establecen en Canarias por las ventajas climáticas, el coste más bajo de la vida, el ahorro del gasto en calefacción en invierno y los alquileres bajos con respecto a sus países de origen, donde normalmente tributan. La Consejería de Turismo los considera turistas y no residentes, aunque se encuentran a caballo entre ambas situaciones. La administración destina campañas turísticas con dinero público específicamente para captarlos, esperando que su mayor poder adquisitivo genere un mayor consumo. Aunque su estancia media es de un mes y suelen alojarse en pisos turísticos en la ciudad, buena parte de ellos reside una parte importante del año en las islas en pisos con contrato de alquiler.
La turistificación y la gentrificación retroalimentan una mayor especulación inmobiliaria y un incremento de la población. La población en Canarias ha crecido en un 52% desde 1990 y va aumentando a un ritmo de 20.000 habitantes al año. Por otra parte, la compraventa de viviendas se realiza cada vez más por ciudadanos de otros países europeos, que ya adquirieron en 2022 la mitad de las viviendas del mercado. Si bien nuestra condición insular provoca que el despoblamiento interior no sea un problema como el de la España vaciada, la población se concentra en la ciudad y en la costa principalmente (aunque islas como Tenerife o La Palma cuentan con un poblamiento más disperso que consume mucho suelo, dificultando además las alternativas de movilidad sostenible), siendo las islas y localidades rurales las menos pobladas y más envejecidas. No debemos olvidar, por otra parte, que el crecimiento vegetativo de las islas lleva años con saldo negativo (en 2022 se registraron 12.047 nacimientos por 18.526 muertes), con el índice de fecundidad más bajo del Estado –ya de por sí bajo-, de 0,83 hijos por mujer. Una pirámide poblacional difícil de sostener que se entiende mejor si atendemos a la dinámica del mercado inmobiliario y a los indicadores de precariedad laboral.

El turismo en Canarias supone en torno al 36% del empleo y el 33% del PIB. Otro de los problemas del modelo turístico canario es su escaso efecto de arrastre de otros sectores productivos, como la agricultura, el pequeño comercio o la manufactura, pues en lugar de potenciarlos con su demanda para abastecer servicios turísticos los aboca en muchos casos a la desaparición. Las Islas Canarias lideran el ranking mundial, junto a las Illes Balears, de turista por habitante, teniendo las ratio más altas Fuerteventura con 2.217 turistas por cada 100 habitantes y Lanzarote con 2097. Su población residente extranjera también es del 43% y el 36% respectivamente.
Si bien, como ocurre en la actualidad, cuando el sector turístico crece se atemperan las cifras de desempleo pues es un sector intensivo en mano de obra de baja cualificación, atrayendo población trabajadora, pequeños emprendedores, etcétera, el turismo no consigue poner solución a las enquistadas cifras de paro, pobreza y rentas bajas que padece el archipiélago, con raíces socioeconómicas e históricas más profundas y que necesitarían de esfuerzo y políticas públicas mucho más determinantes. Asimismo, el Estado del Bienestar en Canarias sigue siendo deficitario, a la cola de España y de Europa, con instrumentos fiscales de escasa capacidad recaudatoria, poco efecto redistributivo y una clase política y empresarial cuya apuesta sigue siendo atraer gran capital transnacional, vendiendo como ventajas competitivas precisamente las exenciones fiscales y sueldos bajos que nos mantienen en la pobreza, mientras se oponen frontalmente a medidas de recaudación tan poco ambiciosas como la ecotasa (curiosamente, mientras en los medios de comunicación del archipiélago se advierte del peligro de debacle económica que supondría la ecotasa, la propia Unión Europea pretende implantar un visado turístico en 2024 para visitantes no comunitarios).
Por dónde pueden ir las posibles soluciones y resistencias
El archipiélago canario posee razones objetivas para que “el hecho diferencial canario” (cuando hablamos de “hecho diferencial canario” nos referimos a una expresión que fue ampliamente utilizada por políticos y economistas para justificar una política fiscal específica para el archipiélago con instrumentos como el Régimen Económico y Fiscal (REF), la Zona Especial de Canarias (de baja tributación) y la Reserva de Inversiones de Canarias (RIC), alegando su condición de ultraperiféricas) sea un argumento también para demandar políticas específicas en materia de regulación de la adquisición de viviendas por parte de extranjeros así como para la regulación turística y residencial en general, por qué no, como región “ultraperiférica” con excepcionalidades perteneciente al espacio Schengen.
Con escasos 7.500km2, cuenta con importantes singularidades geológicas y gran cantidad de ecosistemas únicos y frágiles, siendo uno de los puntos calientes de biodiversidad del planeta por su alta concentración de especies -más de 4.000 endemismos-. Aunque como sociedad vivamos de espaldas a un patrimonio que goza de tanto reconocimiento científico, lo cierto es que somos un territorio limitado que actúa de reservorio mundial de la naturaleza. En este pequeño y biodiverso espacio tan presionado, el número de habitantes – o de visitantes- en sí mismo no es el único indicador relevante, también lo es cuántos recursos consumen (agua, energía, suelo…) y cuántos residuos generan, que es lo que permite establecer la capacidad de carga de los territorios. Y, al hablar de esta capacidad de carga, sería justo añadir cierta perspectiva de clase social para mencionar también que todas las personas que habitan en este territorio no tienen el mismo impacto ecológico con respecto a sus formas de habitar y consumir (mientras muchas familias viven en pisos de 50m2 otras disfrutan de un chalé con piscina). Tampoco tienen la misma responsabilidad que establecimientos hoteleros donde pernocta y consume diariamente una población flotante de casi 300.000 personas.

En unas islas cada vez más saturadas, el debate sobre cuántos somos y cómo vivimos –y quién se beneficia del modelo- se hace necesario para prever situaciones graves de tensionamiento social. Estamos creando un modelo de sociedad que privilegia y busca atraer población de rentas altas, expulsa a la de rentas bajas a la periferia –en islas donde ya no va quedando ni periferia a la que mudarse- a la vez que se construye un muro infranqueable llamado Frontex para nuestros vecinos y vecinas de África a los que dejamos morir a escasos metros de nuestras playas.
Las soluciones son difíciles y complejas, aunque algunas ya han sido practicadas y reclamadas, como el establecimiento de una moratoria a la construcción turística o una mayor regulación del sector. Otras propuestas que están sobre la mesa son, como decíamos, el límite a la adquisición de viviendas por parte de extranjeros con objeto de evitar una burbuja inmobiliaria, cebada por el capital especulativo, una regulación más estricta de la vivienda vacacional para impedir que altere los precios de la vivienda en las zonas residenciales, y una mayor inversión en vivienda pública – la hermana pobre de las políticas de nuestro Estado del Bienestar- preferiblemente en régimen de alquiler social (habrá que ver los efectos, por otro lado, de la ley del alquiler recientemente aprobada que pretende regular los precios del mercado). No debemos dejar fuera del análisis que el archipiélago cuenta con uno de los ratios de viviendas vacías más altos de todo el Estado.
Es importante recordar que nuestro enemigo no es el extranjero que compra o el turista que nos visita. Si llegan es debido a la toma de decisiones políticas – o a la falta de las mismas- que interesan no sólo al capital financiero internacional sino a los empresarios locales del sector del turismo y la construcción y también a los grandes terratenientes y caciques de siempre. Los Planes de Ordenación Territorial (El PIO, el PTP15, los PG, la ley del Suelo, la Ley de Las Islas Verdes…) siguen preparando las condiciones para el surgimiento de nuevos núcleos urbanos, el crecimiento de su uso turístico (a la vez que sanciona a los pequeños propietarios que residen en suelo turístico) y el incremento de infraestructuras viarias y comerciales.
Dentro de este contexto no debemos olvidar el reto que supone el cambio climático para el archipiélago. Por un lado, porque plantea grandes desafíos relacionados con políticas de adaptación, si queremos salvaguardar sus ecosistemas y la calidad de vida de sus más de dos millones de habitantes. Pero también porque uno de los posibles escenarios es la gran y definitiva crisis del sector turístico. Más calor en Europa, por citar solo una de las consecuencias, supone menos necesidad de venir a nuestras playas. Paradójicamente, el turismo es una de las grandes industrias causantes del cambio climático, y el cambio climático puede acabar con el turismo, sin que contemos con un “plan B”.
Como quedó patente en la crisis del coronavirus con los ERTE, es un Estado del Bienestar fuerte –con capacidad de recaudación y redistribución- uno de los principales mecanismos que podrán permitir menguar el impacto de un sector que podría desplomarse tan rápido como crece. Es necesario también crear tejido urbano y comunitario que nos permita ser resilientes más allá del Estado, así como tomarnos en serio las políticas de diversificación de nuestra economía, apostando por sectores que consigan atender los retos ambientales y sociales que se nos avecinan (gestión de residuos, agua, energía, seguridad alimentaria, regeneración ambiental y urbanística, crisis de cuidados…). Todo esto con un marco regulatorio que impida que cualquiera de estas problemáticas se acabe convirtiendo en un suculento negocio para el capital transnacional, que siga los patrones neoliberales a los que nos tiene acostumbrados y termine ocasionando nuevos problemas no deseados.
En el problema de la turistificación y del derecho a la vivienda hay grandes responsables que se benefician, pero todos somos también víctimas y verdugos -como en los tiempos de la burbuja inmobiliaria-. Y aunque las grandes transformaciones requieren de normativas políticas locales, estatales y globales ambiciosas y decididas, es necesario plantearnos también hasta qué punto contribuimos en el sistema internacional a turistificar otras regiones en las que los canarios y canarias de clase trabajadora gozamos de las ventajas del Primer Mundo (El Caribe, África o el Sudeste asiático), ignorando sus repercusiones. El turismo es un mandato social y cultural que goza de una gran aceptación. Es una actividad de la que todas y todos participamos de un modo u otro, con muchos intereses creados en torno a este sector: es una gran burbuja financiera pero también supone uno de cada tres personas trabajadoras del archipiélago, una parte sustancial de la actividad empresarial y favorece a pequeños propietarios de pisos que aumentan sus ingresos gracias a la turistificación (ya sea vendiendo su inmueble o alquilándolo). Como “industria”, es la principal de nuestra economía, y por tanto, tocarla es tocar a la mayor parte de nuestra población, de forma directa o indirecta. Pero no hacer nada ni reconocer sus excesos y las amenazas que genera también es una gran irresponsabilidad.
En este sentido debemos plantearnos qué entendemos por turismo sostenible y por turismo de calidad para Canarias –y para el mundo. El turismo de calidad no es necesariamente el de mayor poder adquisitivo, sino el que tiene una menor huella social y ecológica, generando a la vez un mayor aporte a la economía de la gente del lugar y evitando su concentración en unas pocas manos. Me gusta terminar con una frase, atribuida a Saramago y que invita a la reflexión: “Turismo sostenible es aquel que se hace visitando en actitud de respeto a un pueblo que se respeta a sí mismo”. Entiéndase el “respeto” no como criterio subjetivo, sino como un acuerdo colectivo y un pacto social sobre qué tipo de modelo económico necesitamos, qué tipo de sociedad queremos construir y cómo salvaguardar este malogrado territorio que habitamos de prestado.
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