'; ; Ropavieja de Lana Neble ✅ Poemario sobre el Cuidado y la Memoria
Ropavieja de Lana Neble

Leer Ropavieja, de Lana Neble, en una silla plástica

Ropavieja(Editorial Dieciséis, 2021), el primer poemario de la escritora e ilustradora canaria Lana Neble, es una fábula sobre el cuidado y la memoria.

Me gustan las sillas plásticas, las que se pueden entongar hasta formar una torre infinita sobre la que beberse un vaso de jugo o morderse las uñas y dejarlas llover encima de las cabezas ajenas, volar hasta alguna de las personas que, sin estar presente en el bosque de brazos y patas blancas que amenazan con estallarse, están contenidas en las voces que alegan hasta que anochece. Sentarse en una silla plástica implica escuchar y hablar; mirar los rejos pegajosos que nos unen a las otras; entender, a través de ellos, los que las atan a ellas a quienes aparecen en sus recuerdos, jajaja, cuando fuimos corriendo a coger la guagua y nos estampamos contra la puerta y aun así el chófer arrancó, o cuando mi hermana se sacaba los mordedores de la boca y me los daba todos babados y yo miraba el goteo de las babas a contraluz, o cuando mi madre hacía ropavieja. Y nos la comíamos aquí.

Cuando leí Ropavieja (Editorial Dieciséis, 2021), el primer poemario de la escritora Lana Neble (Lanzarote, 1995), imaginé que me lo contaba en una sobremesa de sillas plásticas, las dos con todos los refrescos que habíamos trincado mezclados en un mismo vaso, yo tomándome el brebaje mientras ella hablaba. Me cuesta concebir los libros de poesía como cosas que pueden ser dichas como si nada: me enseñaron a entenderlos como lo solemne, aquello que se ensucia si sale al mundo de los paquetes de papas y las huellas de agua de la manguera, una cosa que no tiene utilidad en la vida y que, por ello, tampoco debe tocarla demasiado. Lo justo para que pueda nacer. Eso lo he ido desmontando, claro, y lo he hecho precisamente a través de voces como la de Lana: por eso me atreví a pensar en ese encuentro imaginario, a evocar las tardes, el tiempo de después del almuerzo que acaba estirándose hasta que cenamos las sobras en la tonga de sillas (no infinita, en esos casos: a lo mejor tres o cuatro), las confesiones con las amigas, una de ellas contando con los ojos entrecerrados y enseñándonos, por fin, qué es lo que piensa cuando está sola. Dentro de su casa. Existiendo en un espacio que, porque no es de cristal, no conocemos hasta que se cuenta: “quisiera que las casas fueran de cristal/traslúcidas/dejándonos ver todo”, escribe Lana Neble.

Las sillas plásticas son el trono desde el que lo cotidiano se hace palabra, el aire frío, porque cada vez es más de noche, dándole cuerpo al habla; las otras, deseosas también de contar un olor a especias y a polvo y a colonia que se les convierte de repente en un derrumbe de palabras dentro de la boca, dándole cuerpo a lo que, sin serlo, es ya un poema. Un destello de luz que no enseña la bombilla, sino el dolor de cabeza que da. Ropavieja es eso: transformar las casas en ventanales a través de los que nos atisbamos, reconocemos, cuidamos. Es, a la vez, una historia sobre querer atisbar, reconocer, cuidar.

Ropavieja

Lana Neble
Ropavieja es, como decía, el primer poemario de Lana Neble. Lana nació en Lanzarote en 1995, y es escritora e ilustradora freelance, además de editora en La Carmencita Editorial. Participó como autora en la antología ‘Diarios del encierro’ (Índigo Editoras, 2020). Este año, Editorial Dieciséis apostó por este libro, el segundo de su reciente colección de poesía, que mira lo doméstico de frente, sin necesidad de oponerlo a las lógicas de lo público y generando una reflexión sobre los cuidados y la memoria que, como si el texto fuera una fábula, atraviesa, sin contarse, todo lo contado.

Es un poemario, pero a mí me gusta entenderlo como una pequeña novela: una hija le habla a su madre, cuya enfermedad está representada por el personaje de Caraperro, y lucha por que los recuerdos que esta debería poder guardar no se le pierdan a ella. Intenta invocar a quien empieza a desaparecer bajo la violencia de las manos de Caraperro; no esconde, a la vez, el dolor que le genera verse obligada a enfrentarse a un nudo en su propia genealogía, un proceso que la coloca, de pronto, en el lugar de una hija-madre repentina; la memoria, en este libro, tiene una función tanto narrativa como poética, pues es utilizada por la voz narrativa para no perder a alguien que parece escapársele, pero, a la vez, si pensamos en la voz poética, entendemos que sirve para convertir Ropavieja en un poemario sobre casas traslúcidas. Sobre existir en este mundo y recordarlo y querer escupirlo en una silla plástica, esa pulsión de azúcar contra el paladar, esa cosa que se muerde sus propios dientes: la poesía.

La cucharada de comida

poemario Lana Neble
Fotografía de Lana Neble.
La comida es uno de los hilos más importantes de Ropavieja: si tiramos de él, el libro se nos abre como una camisa a la que le descubrimos la costura que nos revela cuál era su forma inicial. Lana escribe “se come la ropavieja con apetencia y por un momento sé/que ese sabor/es un mensaje que llegará hasta mi madre”. Esta imagen, una de las centrales del poemario (o, al menos, la que le da título), me hace pensar en lo táctil de los lugares que frecuentamos, en lo que significa tocar la pared de la casa propia, sentir el frío del gotelé subiendo por el brazo, comer del tupper que alguien dejó en la nevera y que, si hubiera sido cocinado por otras manos, guardado en otro recipiente, enfriado junto a otra mezcla de alimentos, no sería el mismo. Ni nuestro. Ni nada. Los hogares están llenos de claves y contraseñas que solo pueden aprenderse al crearlas; nos dicen lo mismo que nuestros cuerpos, establecemos con ellos, y también con las personas que las habitan, una relación que siempre nos va a parecer inexplicable: a lo mejor no es inexplicable, igual la de cada persona tiene una explicación única y concreta que no puede entenderse desde las otras.

Me parece que Ropavieja intenta encontrarles respuesta a dos misterios: el primero, cómo le transmites esas contraseñas a alguien que ya las supo, a alguien que las inventó y después las olvidó (“yo perdí a mi madre,/pero seguí viéndola,/todos los días”). El segundo, cómo convertir una experiencia tan íntima en algo poetizable, es decir, ubicado en lo público: la escritora italiana Elena Ferrante dice en una entrevista que, para ella, porque los temas que su escritura transita se ubican en el ámbito de lo íntimo, publicar libros es el acto de hacer público lo privado. Y si esto es así, ¿cómo ubicamos los olores de nuestras casas, los chorros de jugo de moras que una vez nos pintaron los brazos y que ahora nos vuelven cada vez que queremos llorar (“pienso en moras cuando estoy triste/moras resplandecientes que marcan mi boca/haciendo que mis dedos se vuelvan huellas de fuego”), en un espacio que jamás contará con las claves que, para nosotras, hacen que eso sea importante? Ropavieja se convierte, creo yo, en una respuesta a esto.

¿No es esa la respuesta? ¿Usar la memoria propia, el sabor de la comida propia, para llevar a quien lee al tacto de su hogar y al sabor de la primera ropavieja que probó?

Lana me dijo, cuando la acompañé en la presentación de su libro en Lanzarote, que la enfermedad de la que habla no es ninguna en concreto: la intención de los poemas es acompañar a las lectoras y los lectores en sus propias memorias y en las existencias de sus propios caraperros. Yo lo leí pensando en mi abuela; en la cara de mi abuela iluminada por un recuerdo la vez que le repetí una burrada que me soltó, partiéndose el culo de la risa, hace un montón de años. ¿No es esa la respuesta? ¿Usar la memoria propia, el sabor de la comida propia, para llevar a quien lee al tacto de su hogar y al sabor de la primera ropavieja que probó?

Lo más mágico de Ropavieja es eso: no me da ese dolor de barriga que siento cuando imagino durante demasiado rato los pelos botados por el suelo de una casa que no es la mía; me hace pensar en encontrar un pelo de mi madre entre los cojines del sillón y soplarlo para que vuele.

Cambiar la culpa por estar presente

Por supuesto, Ropavieja es un libro feminista. Por colocar lo doméstico en el centro del relato, pero también los cuidados: poder hacer poetizables, incluso narrables, las experiencias relacionadas con el acto de cuidar es una conquista de las que escribieron antes que nosotras. Escribir, sin miedo, sobre cosas que se ubican fuera del imaginario tradicional masculino. Atreverse a conjugar la memoria propia sin transformarla, a buscar identificación en la intimidad, a crear un libro que podría contarse en una tonga de sillas plásticas. Cuidar a través del relato del cuidado: hacerlo, además, escapando de la imagen dulcificada de las mujeres que cuidan; mostrando la llaga que hay debajo de todo eso.

He cambiado la culpa por estar presente,
aún muchas veces no sé de dónde nace su vencimiento,
pero he empezado a aceptar que, quizás,
no hace falta descifrarlo todo.

Lana va más allá de contar el cuidado: lo construye con una honestidad que desmonta el estereotipo aún no desmontado de lo doméstico, la complacencia con la que debe aceptarse esa inversión de la genealogía y, también, la culpa que inevitablemente aparece cuando una cuidadora se queja; convierte un escenario cotidiano y cuya enunciación siempre ha sido problemática en una fábula propia, transmitida a través de un ejercicio de honestidad en el que el miedo a ser mal entendida o señalada como culpable debe desaparecer. Irse para mostrar que podemos estar presentes. Ser dueñas de nuestra propia vivencia y, a la vez, ubicarla dentro del espacio público: “quisiera que las casas fueran de cristal.

Ropavieja es un libro hermoso, importante, sólido, es un libro que ahonda también en la identidad, en el paisaje, y lo hace porque, sin esos elementos, es imposible que nos entendamos, que vivamos nuestras propias vidas, que nos dejemos llevar por la pulsión de contar y que creemos en las otras un boquete de reconocimiento. No es solo un libro sobre el cuidado: también habla sobre estar en el mundo y, como dice Lana, “cambiar la culpa por estar presente”. A mí me enseña algo sobre el hecho mismo de contar: para hacernos entender, debemos recurrir justamente a las cosas que creemos que nadie entenderá jamás.

Como si temiéramos caernos de la montaña de sillas plásticas y aun así no pudiéramos parar de hacer que nuestras amigas nos digan sí, yo te entiendo, tía; como si pudiéramos hablarle a todo el mundo como si les habláramos a nuestras amigas: y por qué no íbamos a poder, me pregunto después de releer a Lana.

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