Mi amiga Daniasa, que sabe de la importancia de los nombres, me regaló una foto de una tumba en una carretera polvorienta de Fuerteventura. Una cruz marca el lugar con una inscripción que reza “sin nombre”. Pienso en el poder que tiene un nombre para conformar una identidad, una esencia. ¿Es esto lo que hace de la foto un paraje desolador, al tiempo que un desafío poderoso para las nociones de dignidad, violencia y memoria? Más allá de esta preciosa foto, la desconexión del nombre con la materia, con el cuerpo, parece ser el problema de la memoria histórica de cualquier país, y de las fosas comunes donde todo rastro de individualidad se pierde.
Hay igualmente que ser cauteloso con quien quiere saber tu nombre. Por eso algunas gentes, otras gentes, guardan celosamente uno mientras exponen otro al público. Este era, por ejemplo, el caso de los yahis en Norteamérica, que guardaban sus nombres en privado mientras poseían uno que podían comunicar, tal como observó el antropólogo Alfred Kroeber, amigo de Ishi (considerado el último superviviente yahi) y a su vez padre de la escritora Ursula K. Le Guin. Nombres tabús que contienen el secreto de las esencias, o que establecen una excepcional relación entre la metafísica y el materialismo.

Hay que ser cauteloso con quien quiere saber tu nombre.
De modo que no es solamente la falta de un nombre lo que crea desconcierto, sino también la posibilidad de que un nombre contenga otros nombres, incluso que estos nombres encerrados y tapados sean el “verdadero” nombre, si es que tal cosa es posible. ¿Pasaría algo similar con la toponimia en las Islas Canarias? ¿Cuáles son nuestros verdaderos nombres cuando sabemos con seguridad que una guerra cruenta, hace tiempo, los borró o cambió?
¿Qué decir también del nombre de Punta Brava? Parece uno sencillo, plano, discreto y descriptivo. Incluso podrías cambiarlo de orden: Brava-está-la-Punta. ¿Siempre está brava? Bueno, es cierto que este mar incesante tiene algo de calma; al tiempo que no deja de ser cierto que la vida cotidiana tiene siempre un halo de violencia. Todo en este nombre podría ser así de simple, incluso con estas paradojas. Lo sería si Punta Brava o Brava está la Punta fueran en sí un único nombre. El nombre primigenio… Pero la historia nos cuenta otra cosa.
En primer lugar, no siempre la zona se llamó Punta Brava. Sobre esto volveré enseguida. En segundo lugar, el barrio encapsula tantos nombres como personas lo habitan y transitan, pero también con calles con nombres propios, como la Víctor Machado (antiguo propietario de tierras) y una ristra de nombres guanches en placas: Pelinor, Tinguaro, Bencomo, Tegueste, Guajara, Romen, Añagua, Guayafanta, Pelicar, Acaimo, Ruiman, Beneharo, Dácil, etc. (al nombre de Guetón, hijo del mencey Añaterve, alguien le ha puesto una escala musical con un Re delante, para leerse ReGuetón). Estos nombres crean un singular tejido que interconecta los rincones profundos del barrio.

Los nombres precoloniales recuperados hoy día parecen remitir a una fuerza que lucha por concretar lo que la historia ha diluido. Como esa primera gran fosa común que dejó la Conquista en estas Islas: huesos confundidos, nombres perdidos. De alguna manera estamos esperando aún que la historia pueda ser, que se pueda besar tras la discontinuidad que plantea el silencio de las fosas; incluso no sabemos si otras fosas están planteando un impasse mayor, otra discontinuidad, o si son la prueba de la perseverancia de una historia violenta. ¿Cómo hacer merecer a la historia en esta inmensidad anónima?
Sobre los años sesenta, según cuenta el arqueólogo Diego Cuscoy, aparecen cráneos y otros huesos en las cuevas de Punta Brava. Quizás el lugar fue una necrópolis indígena. Sabemos que, en el mundo precolonial de Canarias, la muerte y la vida no estaban separadas, no eran dimensiones mutuamente excluyentes. Es posible que este sitio siga pesado. Sobre esas muertes sin nombres reconocibles se erige el barrio, que ahora teje sus calles recuperando nombres guanches, que a su vez también han pasado a formar parte de la banalidad mainstream de elementos visuales que consumimos en el día a día del barrio: desde signos promocionales de Loro Parque a carteles de bares cerrados como el “Calypso”, “mensajes de Dios” en pegatinas, publicidad vertical del steakhouse Brunelli´s o letreros con especies de interés pesquero en Canarias. Parafraseando al historiador Viera y Clavijo cuando habla del bautismo de los menceyes (reyes guanches) tras la conquista: Con el turismo y la recuperación de nombres iba cambiando el aspecto de todo el país. Una nueva distracción.

Existe otro lugar en la Isla también llamado María Jiménez por una mujer que allí tenía su negocio. ¿Sería la misma María Jiménez la que tenía una fonda en la zona de Santa Cruz conocida como Bufadero? ¿Cuándo fueron las historias de estas Marías Jiménez que son capaces de dar nombre a lugares enteros? ¿Son la misma persona? Alguien del barrio me dice que era puta, otro que simplemente tenía una tienda; otro que ni siquiera existió. Las mujeres sonríen. Pero, se me antoja también, que bien podría haber sido María Jiménez la alcaldesa de facto de Punta Brava, la mujer que propiciaba la ley y registraba los acontecimientos (porque recordemos que “Washington”, el otro nombre con el que era conocido el barrio, no era sólo porque estuviera al margen de las normas municipales, sino porque tenía sus propias leyes), al igual que quizás podría ser una conocedora de los cráneos y los rituales de muerte de los más antiguos moradores. La alcaldesa Jiménez podría ser como aquella otra mujer, también prostituta, historiadora y alcaldesa, llamada Ida Richilieu de Idaho, en la novela de Spanbauer. Hasta, pienso, pudo ser la antepasada político-espiritual más directa del viejo alcalde del Puerto Marcos Brito, a su vez antiguo profesor del antiguo colegio público de Punta Brava y un personaje muy ligado al barrio. No puedo pensar en nada más simbólico que un cruce de calles con los nombres Marcos Brito-María Jiménez.