'; ; Huecos ▷ Columna | Andrea Abreu López
huecos

Huecos

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Adrea Abreu

Abuela me levantaba la chola y yo ya sabía. No había casi palabras entre nosotras. No era un gesto agresivo, no, solo un aviso directo, sin adornos ni brillantinas: sabía que tenía que recoger el reguero de barbis, los muñecos espichados en la tierra de las matas del patio, los platitos de acero que abuelo Pepe se encontró en la basura, los tacones plásticos del 101. Abuela me levantaba la chola y era como una caricia en el cogote, un gesto de cariño agresivo, un beso volado de quien te quiere pero no te dice. Ahora abuela no levanta la chola. Apenas puede ponerse la chola. Abuela mira y sonríe y dice ya llegarás a los años míos, ya llegarás, y se enfada. Y aprieta la dentadura postiza y emite un zumbido como un motor recalentado. Abuela te manda pa la mierda, amenaza con morirse todos los días. Siempre muy maniática abuela, siempre. En los últimos años estaba llegando a unos límites insospechados su maniatismo. Un día, cuando yo todavía estaba viviendo en Madrid, a abuela se le cambó la espalda y desde entonces camina como una tortuga. Agachadita, con la peta sobre los hombros.

Abuela me levantaba la chola y era como una caricia en el cogote, un gesto de cariño agresivo, un beso volado de quien te quiere pero no te dice. Ahora abuela no levanta la chola. Apenas puede ponerse la chola. Abuela mira y sonríe y dice ya llegarás a los años míos

Una nunca piensa que abuela, la abuela que le hace las merienditas de pan con plátano y gofio con azúcar, va a ser vieja de verdad. Las abuelas de las otras niñas se mueren, las otras abuelas dejan de caminar, se quedan mudas, tienen el pelo blanco, se convierten en bebés que se van achicando hasta quedarse del tamaño de un feto de conejo, huelen a meados. Una nunca está preparada para entender la vida como una espera. Y una vuelve a casa, vuelve después de solo tres años fuera, y llega y ve la pintura vieja, las paredes reventadas como por una bomba, los niños crecidos, largos como días sin pan, lagartos chicos y grandes, lisas pocas, casi ninguna por no decir ninguna, nuevas carreteras, nuevas casas, el coche nuevo del amigo del primo, el coche viejo del vecino de la tía, la hierba seca crecida entre las piedras, los casos de yogures descomponiéndose lentamente en las lindes de la carretera desde 1995, dentro de las vinagreras, los chupos meados de los perros, secos, resecos como el esparto. Ve la angustia apretada en la frente de su propia madre, la madre vieja, la madre avejentándose como un rebencazo en los dientes. Ve a la abuela que es la misma abuela que la de las otras niñas. La abuela a la que también se le decolora el pelo, se le caen los dientes, se le paralizan las piernas, se le olvida coger las llaves, dejar el café hecho, hacer el conejo en salmorejo, la tortilla, las papas, poner la lavadora, amarrarse los tenis, bañarse, no mearse encima, levantar la chola. Y una que lleva tanto tiempo queriendo volver se siente viviendo como dentro de un sueño desgastado, como en una caída rápida, forzosa, desamortiguada. Y una realiza un viaje hacia el entendimiento, comprende que lo que más se quiere y necesita también se deshilacha. Se llena de huecos.

Periodista, escritora y directora del Festival de Poesía Joven de Alcalá de Henares. Máster en Periodismo Cultural y Nuevas Tendencias. Autora de la novela 'Panza de burro' (Editorial Barrett, 2020).

2 Comentarios

  1. Felicidades mi niña icodensa me encanto esta pequeña estrofa de tu libro muchas felicidades que bien expresada nuestra ideosincracia y el título divertidisimo el que no ha estado en el norte no sabe lo que es la panza de burro

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