Yaiza Afonso Higuera
Sé que peco de optimista, que deseché las películas de Lars von Trier porque en ellas no había ni un fisquito de esperanza. Me siento más cercana a Pedro García Cabrera y a sus naranjas de la mar, a sus lapas que se convierten en castañuelas.
Muchas personas pueden rebatir con un montón de argumentos que mi optimismo no tiene razón de ser, que nos vamos a la mierda.
Cierto.
Cambio climático, pobreza estructural, extinción de especies, violencia contra las mujeres, guerras, monocultivo turístico, huidas de continentes y un volcán que no da tregua, una playa que desapareció. Sus arenas sepultadas quedarán solo en los recuerdos de las que la vivimos. Pero las optimistas podremos chupar su sal en la orilla de nuestros pensamientos.
Y ahora es cuando me viene la frase de Benedetti, esa de que un pesimista es un optimista bien informado y me derrumbo de nuevo.
Trato de resistirme aferrándome a las naranjas en el romper atlántico. Ya sé lo que piensan al leerme, que soy una ilusa, una guanaja que olvida que el mundo está repleto de palos. Pero no soy la única de mi especie.
Pienso en una mujer inspiradora, nacida a finales del SXIX, sordo ciega desde los diecinueve meses. Se llamaba Helen Keller y pasó a la historia gracias a una familia que vio en ella futuro. Fue otra mujer, Anne Sullivan la que obró el milagro. Le enseñó a comunicarse, a leer, a hablar, acompañándola hasta el final de sus días. Gracias a sus lecciones, Helen realizó estudios universitarios y se convirtió en escritora, oradora y activista.
Cuando el pesimismo se adueña de mí junto a los noticiarios matinales, cuando escucho a periodistas repetir en bucle lo mal que está el mundo, leo en alto esta frase de Keller y regreso a mi optimismo inicial.
“Ningún pesimista ha descubierto nunca el secreto de las estrellas, o navegado hacia una tierra sin descubrir, o abierto una esperanza en el corazón humano.”